Trenes por las nubes en la Jungfrau

 

Trenes por las nubes en la Jungfrau

Portal desde los Alpes

-¡Llegas justo a tiempo! -exclama Remo, un joven suizo que medirá más de dos metros-. Este viernes se celebra el festival anual de yodel.

En los aledaños del auditorio, casi todo el mundo viste traje típico. Ellos, con blusa azul bordada o con chaleco y sombrero de ala corta. Ellas, falda larga con delantal, corpiño y camisa blanca. La mayoría se mueven con paso firme montañés y lucen caras curtidas por el sol. Dentro, sobre el escenario, se suceden aquellas alegres tonadas que desde siempre han resonado por los valles alpinos, con sus cambios repentinos de registro, que saltan de la entonación normal al falsete. Las cantan distintas formaciones, un coro infantil, otro de mujeres, uno de hombres y otro mixto, cantantes solistas acompañados de acordeón. Hasta puedo disfrutar de un conjunto de sonadores de corno alpino.

El público entra y sale. La fiesta sigue fuera. En el bar, los coros se sueltan con canciones a las que se suma la clientela en pleno. Además, los distintos cantones de la Confederación Helvética han dispuesto carpas donde degustar sus platos y escenarios para las formaciones musicales. En la carpa de Ginebra, pido una reclette, con su queso fundido, patatas y cebollas encurtidas; en la de Berna, salchicha ahumada. Y lo engullo entre los cantos, brindis y risas de los compañeros de mesa.

A Heinrich Harrer, miembro de la primera  cordada al Eiger, la hazaña le valió para fotografiarse con el Führer

A la mañana siguiente, me levanto con una canción entre los dientes, aunque el menú del día es bien distinto. Me acompaña Liz, peruana afincada en Suiza, para tomar el cremallera de Lauterbrunnen, que nos deja en Kleine Scheidegg.

-Desde aquí se tienen vistas inmejorables de la mítica pared norte del Eiger -asegura Liz.

La creo, pero de vista, nada. Nos envuelve la nube, fenómeno habitual en esta montaña, que prefiere tapar, con recato, las reiteradas tragedias que se cobra. Avalanchas de hielo y piedra, tormentas repentinas, nieve y frío glacial, han machacado a tantos montañeros que las autoridades prohibieron su escalada, lo cual supuso un incentivo adicional, que culminó con la primera ascensión en 1938. A Heinrich Harrer, miembro de aquella primera cordada, la hazaña le valió para fotografiarse con el Führer y unirse a la expedición que pretendía coronar el primer pico de ocho mil metros. Pero la Segunda Guerra Mundial se interpuso en su camino. Les pilló en la India, donde las autoridades británicas los apresaron. Él escapó cruzando al Tíbet, donde pasaría siete años. Hubo que esperar a 1947 para que se completase la segunda ascensión de la cara norte del Eiger. Louis Lachenal, que formaba parte de aquella cordada, sería precisamente quien coronó el Annapurna, el primer ocho mil vencido.

Cremallera de la Jungfrau

Cremallera de la Jungfrau

Getty Images/iStockphoto

Seguro que se pueden sacar lecciones de aquellas epopeyas, aunque ya me serviría lo que me decía mi abuela: ve con cuidado, que te vas a caer y te vas a matar. Pero hoy no corro tales riscos. Lo único que me espera es un transbordo a otro cremallera, que describe una ancha curva y se introduce en la montaña. Nos detenemos en Eigerwan, a 2.865 m de altitud, con grandes ventanales abiertos en la cara norte del Eiger. El trayecto discurre por las entrañas de la roca. Es una obra faraónica, un capricho, que se llevó treinta vidas. Se convocaron hasta seis huelgas y, entre otras ofertas, se garantizó la provisión de una botella de vino por obrero y día. Quince años tardaron, hasta que, en agosto de 1912, se inauguró la ruta. Termina en Jungfraujoch, a 3.454 metros de altitud, la estación más alta de Europa. Allí nos recibe un vestíbulo donde se pueden adquirir todo tipo de recuerdos: navajas suizas, bolas de cristal con nieve dentro, muñecos, postales... También hay un buzón, para que sepan de donde escribes.

Una maraña de túneles perfora la montaña. Van a dar con restaurantes, ventanas al abismo, un palacio de hielo... Por el camino, echados en bancos, descansan los que sufren de mal de altura. Los hay medio dormidos, otros con vértigo y alguno que inspira porque aquí el aire es demasiado fino.

Y, para culminar la obra, un ascensor asciende ciento veinte metros más, hasta alcanzar el observatorio del Sphinx, en equilibrio sobre un espolón de la Jungfrau. Fuera, en la terraza, un puñado de indios intenta cazar los copos de nieve que arrastra la ventisca. Nos envuelven glaciares, las cumbres del Mönch y de la Jungfrau, abismos de consideración, aristas como navajas y grietas infernales. Todo por allá, entre la niebla. Y seguro que hay un yodel para este momento, pero lo dejo para otro día, que voy algo justo de aliento.

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